sábado, 27 de enero de 2007

29

Podía ser una tierra encantada
o el mundo que ningún occidental hubiera imaginado.

La vegetación arrullaba el aire
a través de las miles de aves
que cantaban en coro:
Al jaguar,
y a los hombres de la flecha y el arco.
Así la naturaleza con su olor a tierra virgen,
adormecía la imaginación
en el espejismo de una realidad imponente.

Podía ser la India
o el país de las especias.
Podía ser un continente en la mitad del camino
rodeado por el mar en el tiempo sin tiempo;
o podía ser la quimera que todos buscaban
en los barcos andariegos,
descubierta por el español de la espada y el fuego.
Ese era Cristóbal Colón,
que al acecho divino,
creyó estar en un paraíso en medio del océano.
Almirante por fortuna en las tierras supuestas,
ofreció el espectáculo de las armas que escupían fuego,
y el de una religión encadenada a una cruz,
a aquellos indígenas que nunca habían visto esto.

Despreocupada,
se descubrió a Vespucio,
la América con sus partos recientes,
y le mostró los ríos que bañaban su cuerpo verdoso.
Manó a los conquistadores
especies animales y frutos desconocidos
que colmaron la visión de los caminantes raudos.
Probablemente los Vikingos horadaron su piel,
para que el rasguño apenas perceptible,
volara en las ventiscas de las nieves perpetuas,
sobre la majestuosidad de la hembra
que no entregó su cuerpo
a los navegantes perdidos en los mares brumosos,
colonizadores de las ásperas costas del Báltico.

Orgullosa surgió América del mar hechizado.
Desplegó sus virtudes en todo el planeta.
Su corazón se metió en los poros terrenos
e hizo de Cervantes,
el quijote del hombre,
en su lucha contra las aspas de los molinos de viento,
que traían el murmullo de Gonzalo Jiménez,
el licenciado de las Leyes de Indias,
conquistador de los Chibchas, herederos del sol.

También el idioma de Shakespeare
se encandiló con las proezas de la nueva madre.
Navegó por las costas del norte.
Esquilmó a los indígenas sus cabelleras hermosas.
El firmamento que vigiló con sus miles de ojos
a la América juguetona y sensual,
dejó secar sus angustias con los paños del cielo
al vaivén de las máquinas y los potros salvajes.
Consumó su amor en los barcos fondeados
venidos de los puertos lejanos del África,
pariendo a los negros que fueron traídos como animales de carga.
Todavía su lamento baila orgulloso
recordando la sangre vertida,
en ésta, su nueva tierra.

Podía ser América un espejismo,
un espejismo hecho realidad.

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