sábado, 27 de enero de 2007

30

No hace mucho los indígenas
la hollaron de civilizaciones
y sus senos llenos de la leche materna,
regaron hasta los confines del mundo:
Las esmeraldas, el oro y muchas riquezas.

Ella estaba ahí con sus hijos
cuidada por el jaguar y el arco.
Jardines flotantes la adornaban.
El aire columpiaba orquídeas y micos.
Aves parlanchinas cantaban en coro
el peligro que acechaba del mar.
Venía de lejos a lomo de caballo.
Traía en sus baúles castigos divinos.
Plagas desconocidas,
enfermedades inciertas,
presagiaban la tempestad que destruiría todo.

Esos vientos acariciaron su cuerpo
y trajeron el mensaje de dioses extraños
que venían en barcas con pólvora y fuego.

Las fauces de los caimanes
mordieron a los dioses del fuego
que cayeron en los brazos del fango;
y entonces supo del crujir de las cadenas
que vadeaban ríos y trepaban montañas.
Eran los conquistadores
que con sus armaduras y sus armas de fuego
desataban tempestades
que cegaban vidas y ocasionaban ruinas.
Sufrió el yugo de los colonizadores
que abrazaron su cuerpo liberto
y ensombrecieron el alma Caribe.
Dejó llorar en su pecho
a los negros traídos como esclavos
que inundaron sus entrañas
a son de bombo y quejido.
A voces de rebeldía
parió hijos creyentes
en un sólo Dios sobrehumano.
El incienso, la cruz y la pólvora,
anegaron de llanto su cuerpo
por el dolor de ver morir a los suyos.
Los hijos nacidos después de la conquista
nunca olvidaron este sorbo amargo,
porque tú, madre tierra,
con mucho cuidado,
guardaste en tú regazo:
El sudor aborigen y esclavo.

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