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Los dioses vertieron de muerte
el fastuoso mundo del hombre
desde el umbral del tiempo pasado
hasta el espejismo del hoy tecnológico.

De la flecha y la espada
al cañón y al cohete,
de un sonido suave
a uno fuerte,
de una muerte despaciosa
a una muerte rápida,
traspasaron el alma del hombre
que mitigó el sufrimiento
en un sorbo de libertad pasajera.

Lo encadenaron a la carroza celeste
(tiniebla de fuego infinito)
sin siquiera vencer el pesar
de la tormenta que arrasa con todo,
designio trazado en los astros del cielo,
a tinta de sangre y dolor.

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